Plan de evasión

por Nicolás Prividera


(Texto leído en la presentación de Los topos, de Felix Bruzzone).

No seré original al decir que podemos figurarnos el campo del arte como una gran novela familiar hecha de amores y odios, de discretas luchas por la cabecera de la mesa y violentos juicios de sucesión. Pero la metáfora familiar se hace en este caso literal (y explica el por qué de su procedencia) cuando pienso en algunos autores reunidos por una misma historia (más que por una misma causa): me refiero a los que cargan con el peso de ser “hijos de desaparecidos”, y que son de algún modo el rostro más reconocible de ese colectivo difuso que es nuestra generación, la de los nacidos en los años ‘70. Porque las obras de algunos de ellos hacen de la “diferencia” una forma y una formulación: son “mutantes” (como los seres nocturnos de las películas que nos ayudaron a conjurar el terror). Obras que se resisten a ser confinadas en un lugar seguro, reapareciendo siempre bajo la forma más inesperada.

Y esa constante e imprevisible “mutación” (que Félix utiliza como procedimiento central en Los topos) de algún modo nos representa (sin que ese involuntario “nosotros” esté determinado por la común historia, sino mas bien por la necesidad de hacer algo con ella, de darle sentido a esa experiencia). Pues lo notable de la literatura de Bruzzone es que (además de lograr indagar en “lo siniestro” desde la extrañada mirada de una infancia recuperada mas allá de la orfandad) explicita y pone en el centro de la escena la esencial “inadecuación” de los hijos (de cualquier generación perdida): ese estigma que usamos como un arma (como si hubiéramos leído programáticamente a Erving Goffman). Y no hay duda de que las obras más provocadoras son las que trabajan precisamente sobre esa “disonancia”: pues lo que distingue a estas obras “mutantes” es precisamente el hacer de esa “diferencia” una política en sí misma.

Porque sus discrepancias también son internas: sus distintos presupuestos, métodos y estrategias permiten no esencializar la condición de “hijos” de sus autores, aunque esto no signifique negar los lazos que nos unen, en el contexto mayor de nuestra generación (de la que somos, en cierto sentido, la cabeza: pero más como simbólica referencia que como vanguardia iluminada, digamos). Pues si toda generación se define por oposición a la anterior, en nuestro caso es difícil “matar a los padres” cuando el Estado lo ha hecho literalmente por nosotros.

Volviendo entonces a la analogía fantástica, podríamos decir que si por un lado hay hijos “replicantes” (que repiten las inflexiones fantasmáticas de la voz del padre), y por el otro lado hay hijos “frankensteinianos” (que pretenden escapar de ese mandato negándose a su destino hamletiano de reclamar simbólica venganza), entre ambos están los hijos “mutantes” (que asumen su origen pero no quedan presos de él).

La condición “mutante” ayuda a escapar de ese laberinto por arriba, y a buscar las respuestas en el presente (o incluso en el futuro) más que en el pasado. Y lo más estimulante es que esa “mutación” produce obras abiertas, imperfectas, y de múltiples caras (aunque no escapen a un involuntario “espíritu de época”) cuyo aire familiar es su ofendido pero nunca humillado desamparo, que sabe que esa intemperie puede ser también una condición de posibilidad, para construir desde esa mirada un inquebrantable mundo propio.

(Y abro un paréntesis para dar un ejemplo en forma de anécdota: hablando con Félix, descubrimos sin asombro que el primer libro que ambos leímos fue Crónicas marcianas de Ray Bradbury, y que el cuento que nos había causado mayor impresión es aquel en que un marciano va mutando según los deseos de los integrantes de una comunidad humana, hasta desintegrarse bajo el peso de sus desaparecidos. Pero esa metáfora negativa de la necesidad de individuación, nos dice también que el único modo de evitar que el peso de las generaciones muertas aplaste como una pesadilla el cerebro de los vivos no es negarlo, sino más bien dejarse atravesar por su fantasma sin intentar retenerlo).

Terminó así estos breves apuntes diciendo que habrá que seguir leyendo a Felix Bruzzone, del modo transversal que él mismo proyecta en sus libros (en la lectura extendida que va de los germinales cuentos de 76 a su primera deriva novelesca en Los topos), porque esa transversalidad define de algún modo su proyecto: atravesar la eterna división entre Florida y Boedo (representada hoy por Airanos y Neoboedistas) para trazar, más que un puente, un túnel.

No en vano su novela evoca en su título a ese animal deleuziano, que excava rizomáticos caminos bajo la superficie, conectando zonas que parecían imposibles de unir. Y no lo hace para reconciliarlas, sino para proponer una salida inesperada, haciendo estallar nuestras módicas presunciones, nuestro complaciente desaliento. De eso se trata, finalmente: de abrir puertas en los muros, gracias a esa invisible actividad subversiva. Pensando la novela como “plan de evasión”: pero no en el sentido de Bioy, como evasión de lo real hacia la literatura, sino como evasión desde la literatura hacia lo real, a través de ese cruce entre autobiografía y novela, entre historia y ficción. Tal vez solo así podamos también nosotros transformarnos en “los topos”, si logramos leer el libro como plan de evasión y obrar en consecuencia.